Tomó la mano de su amiga y siguió por la calle. Tenía esa costumbre de las jóvenes de caminar de la mano de su acompañante sin pensar mucho en ello. Le gustaba sentir la piel friccionando las líneas de sus manos, sus falanges. La falda se movió un poco con un soplo de viento fuerte, pero no la levantó. Su amiga le contaba sobre las llamadas telefónicas del día anterior, los mensajes que le enviaban a su celular y las sonrisas escondidas de los descansos. Ella no prestaba atención, asentía a todo lo que se amiga le decía cuando un silencio de respuesta se posaba en el aire. Los hombres que venían en sentido opuesto buscaban sus ojos, los suyos y los de su compañera, ella miraba el suelo buscando una piedrecita que patear pero solo encontró una lata vacía y volantes que anunciaban prostíbulos. Inconforme, le dio un golpe con su pie al asfalto y raspó un poco las suelas, ya de por sí gastadas, de sus mocasines. Las historias no cambiaban mucho y eso le permitía caminar acompañada, ensimismada en sus ideas y en la mano que tocaba. De vez en cuando, abrazaba a su amiga y reía a carcajadas; otras veces, por no dejar a su amiga hablando sola, comentaba algo o decía que a ella también le había pasado algo así. Lo que de verdad le interesaba era sentir cómo se movían las manos de su amiga, cómo las yemas rozaban los espacios entre los dedos, cómo giraban lento y cambiaban de lugar rápidamente, la forma en la que empezaba a aparecer un sudor lúbrico de los poros que volvían las manos espesas y escurridizas.
Cuando llegaron a un cruce congestionado, pararon al lado del semáforo en rojo. Se detuvieron cuando un auto pasó cerca y les avisó del peligro de la calle con su pito. Su amiga aprovechó para subir las medias blancas que se habían deslizado hasta casi llegar al tobillo: las tomó de las esquinas y las haló hacia arriba hasta que la tela se volvió traslúcida. Los hilos se distendieron y se abrieron para dejar ver en medio del entramado, el color tostado que, seguramente, se continuaría en todo el cuerpo. Las medias, ahora más arriba de la rodilla, se apretaban tan fuerte contra los muslos que parecía que hilo y piel fueran la misma cosa. Ella miró sus zapatos y se agachó, tenía los cordones apretados, así que los soltó y los volvió a amarrar. Una a la vez, puso sus rodillas en el piso e intercambió de pies repitiendo la escena. Su cara estaba tan cerca de las piernas de su amiga que por un momento creyó sentir los olores del almidón y del betún revueltos en medio del smog. Se distrajo por la idea de los olores mezclados hasta que su amiga tocó su cabeza con suavidad, mostrándole que el semáforo ya había cambiado. Mientras ella se levantaba, la mayoría avanzó con paso rápido; y en medio de todos: su amiga. Al soltar el cordón, sintió la palma de su mano vacía. El sudor ahora era frío y necesitaba sentir de nuevo el cambio de temperatura, el imaginario olor a almidón que ya extrañaba. Caminó rápido en medio de la multitud para alcanzarla, para tomar su mano. Intentó reducir su cuerpo para poder entrar en medio de la gente que caminaba pero su exaltación la hacía ser torpe, un poco exagerada. Sus dedos buscaron una mano, su mano. Alargó el brazo, trató de llamar su atención pero ella seguía el camino oculta por el gentío. Sus dedos al fin lograron sentir el tacto, pero lo sintió áspero, la piel era casi un objeto. Asombrada por la tosquedad y la fuerza de la presión levantó la vista, y vio que de la mano se continuaba un brazo y un hombro y un cuello y un rostro que no era el de ella. Al final de esa intrincada conexión de partes, estaba la cara de un hombre. No se quedó mucho para observar el rostro, solo alcanzó a sentir un olor profundo de smog y a distinguir una sonrisa que la perturbó y la dejó paralizada un segundo. Soltó rápido la mano y sintió cómo los ojos de aquel hombre la persiguieron un tramo y bajaron hasta el movimiento pendular de su falda que subía y bajaba al ritmo de sus pasos. Al fin, al otro lado de la calle estaba ella, esperándola y sonriendo. Alargando sus brazos, recibiéndola con un abrazo cálido que la hacía sentir en casa, alejada del peligro.
Caminaron dos calles más, ya no le importaba lo que acababa de pasar, ahora estaba segura: el sudor cálido, las manos lúbricas habían regresado. Solo la boca entreabierta del hombre y esa sonrisa turbulenta se metía imprudente en medio de las sensaciones alegres de esa tarde. Al llegar al parque, se encontraron con él. Lo vio desde lejos: apoyado sobre uno de los juegos infantiles, se balanceaba con las manos en los bolsillos. Ella soltó la mano de su amiga y corrió hacia él: debía llevar mucho tiempo esperándola. Dio dos pasos cortos antes de dar un pequeño salto que la abalanzó sobre él. Lo abrazó con fuerza, pero sus brazos se encontraron con la misma sensación áspera de la tarde. Las imágenes regresaron como golpes: la sonrisa turbia, los dientes devoradores, el sudor gélido, el olor a smog. Sin dejarlo de abrazar giró sobre sí misma hasta que la pudo ver, se acercaba lento, mirándolos fundidos en el abrazo asfixiante. Por encima del hombro pudo ver el rostro de su amiga: miraba hacia el suelo, pateaba piedritas que salían despedidas hacia cualquier parte y se frotaba las manos con disgusto. Ella esperó que su amiga levantara la vista y la mirara a los ojos para tratar de imitar esa sonrisa que, ahora, estaría mezclada con olor a betún y almidón.