marzo 31, 2010

Cansancio


Se recostó en la cama con intención de dormir, el repetitivo acto que todas las noches realizaba con su pareja aún la dejaba exhausta pero ya no feliz. De repente descubrió que desde un tiempo cercano a ese inevitable presente, las cosas se habían sistematizado y nada parecía igual. Con el ritual nocturno de las yemas de los dedos sobre las caderas seguido de un interminable roce en la espalda y una respiración entrecortada al oído, se abrían las puertas del deseo; de un deseo de parar, tomar un respiro y llorar en la cocina. Sin embargo, su esperanza no era compartida; debía cerrar los ojos y amarrar su garganta para sucumbir ante el otro en ese importante acto que consolidaría día a día su relación. No quería alejarse de él, así que con todas sus fuerzas y mordiéndose el labio en un gesto que tambaleaba entre el dolor y el goce, emitía uno o dos gemidos que intentaban engañar al otro, con excelentes resultados.
Generalmente meditaba tonterías mientras el hombre que la atormentaba se extasiaba en su sexo. Algunas veces perdía la idea de la cantidad de manos que tenía e imaginándose una diosa hindú tocaba con sus cien brazos y mil dedos el mismo sitio, tratando de seguir el ritmo de la respiración y los latidos de su compañero.
Al culminar la noche sentía una voz que aparecía en su oído derecho susurrándole palabras tiernas y una mano que trataba de acariciarle el cabello, entonces imaginaba a su lado a un pequeño niño con los grandes ojos de quien acaba de descubrir el color del cielo. La melancolía producida por la malvada inocencia a su costado la obligaba a girar, darle la espalda y llorar calladamente.
Quizá fue una conjura mágica o una necesidad del destino, pero esa noche el llanto no fue tan silencioso. Como un mal augurio subió por las paredes y creció abarcándolo todo. Ella trataba de esconder su avergonzado rostro mientras él lo buscaba entre las sábanas con una curiosa angustia. Las preguntas y las negaciones se dirigían a todos lados y en todo momento, así las palabras fueron acallándose sin que hubiesen logrado explicar algo. Sólo siguió el silencio. Se encendió el televisor y el lenguaje se convirtió en preciso, sólo lo necesario: perdón, por favor y una que otra fingida sonrisa de media boca.
Él se levantó para ir al baño y las miradas se cruzaron por primera vez después del llanto, eran cuatro ojos fríos con un dejo de tristeza tratando de encontrar en los otros algo que explicara esa noche, pero no pudieron hallar nada más que las fantasmagóricas sombras del sonido del refrigerador a lo lejos. Con la mirada en las pupilas recordaron todo lo bueno y lo malo, tan solo observándose pausadamente dijeron todo lo que se habían callado y cada uno en su lado de la cama durmió hasta el otro día. Al despertar parecía que nada hubiera ocurrido, las cosas seguirían igual para los dos.
Un par de horas después, ella fumaba un cigarrillo y se convencía que haría cualquier cosa para no perderlo, incluso soportar aquella rutina nocturna que tanto le pesaba; mientras él en su trabajo sólo podía pensar en que después de esa noche, tendría que esperar mucho tiempo antes de decirle lo cansado que estaba del mecánico ritual erótico que repetían una y otra vez cada noche.

marzo 03, 2010

Museo de imagenes (uno): El muro


Existe una teoría difundida –principalmente- en el mundo oriental llamada “horror vacui”. Dicha teoría considera que el hombre tiene horror al vacío. Los orientales, más adaptados al concepto de vacío, prefieren ver en sus paredes las sombras dejadas por las texturas, los cambios por el color de la tarde, las pequeñas imperfecciones que se plasman como verdaderas obras de arte. Los occidentales, poco acostumbrados a la nada -tuvimos que importar el cero de India-, llenamos esas mismas paredes con colores, pinturas, cuadros, avisos; tapando hazañas estéticas creadas por las fallas propias del género humano. Si consideramos entonces el “horror vacui” como una forma de decoración interior y exterior, la pared que se alza frente a nuestros ojos sería uno de los mejores ejemplos de la saturación visual a la que hicimos alusión hace poco.
La pared tiene cerca de dos metros y medio de altura, y de quince a veinte metros de ancho. Está construida sobre la carrera séptima a la altura de la calle cincuenta y, contrario al uso normal de las paredes, no está dividiendo un espacio público de uno privado. La pared sobresale porque está puesta al lado del andén sin función alguna; tan solo la de estar ahí. Aprovechando dicha ociosidad manifiesta –y recalcando la preocupación por la exaltación del vacío-, las personas han decidido llenar de letreros, grafitis, anuncios y manifiestos el muro gigantesco, otorgándole así a dicho objeto el, nada despreciable, oficio de publicista. En cada uno de sus rincones luchan por salir los mensajes nuevos que se confunden con los viejos. Cualquier observador desprevenido puede pararse horas frente a la pared que simula un viejo cuadro de max ernst, para formar nuevas palabras: cineumba, teacombocatiesta y asi…
Las luchas son infernales: trozos de papel arrancado, grafitis, imágenes y dibujos se funden en un solo cuerpo. Pareciera que la pared está formada por los trozos pegados y pocos imaginan que bajo toda esa masa se esconden kilos de ladrillo y cemento. El muro se alza para llenar otro espacio, para ocupar el espacio que debería estar vacío pero que insistimos en llenar con mensajes, con una marca que demuestre nuestra existencia y así no caigamos en ese horror vacui que empieza en los objetos y termina en nuestra vida.