junio 05, 2008

El odio como una de las bellas artes.

Y no esá solo, no está solo, no está solito. Tiene muchos, tiene muchos amiguitos. (La Bersuit)

El aire está eléctrico. Despertar, sacar la cabeza por la ventana y mirar alrededor. Mientras a la derecha una nube gris se acerca y mantiene la amenaza del agua el mayor tiempo posible, a la izquierda el sol resplandece con el atenuante de esconderse tras las montañas en cualquier momento. Hay días así, en los que el aire está denso, en los que tres moscas revolotean despacio en el cuarto; cuando hay que gritar fuerte hacia el cielo, pero ningún sonido sale del pecho.
No mirar las noticias, igual que desde hace tres meses. Para saber lo que pasa basta escuchar a la gente en la calle, en los buses, en la radio, en la literatura. El libro al lado de la cama es un retomar la historia del país, para darse cuenta de que la historia no llega a ser cíclica, es estática (un amigo lo confirmará esa tarde con una copa de aguardiente en la mano). Así, tal como avanza la nube desde la derecha, empieza a crecer en el pecho una desazón, que después se convertirá en angustia, y en desesperación y, al final, en odio. El odio hace que todo tome el color del smog. La mirada se vuelve turbia, las fallas en las paredes sobresalen, el vecino tiene la música más alta que otras veces, los gatos hieren las manos con las que juegan, la señal de la televisión está defectuosa, la música en la radio es vil copia de los hits de hace treinta años. Entonces llueve. Primero caen gotas dispersas, casi tímidas. Después, la furia se desata: grandes gotas intentan romper los vidrios, las hojas se arremolinan en los sifones anunciando una inundación de pequeñas proporciones, el viento mueve las ventanas. A medida que la lluvia inunda las calles, el odio inunda la cabeza. Gritar, abrir la boca y lanzar ruidos para sacar el aire, llevar las cuerdas vocales al límite, sentir que la comisura de la boca se resiente, intenta romperse. Poner música a alto volumen, eso ayudará a encontrar un objeto para odiar. Tres cancinoes punk, otras tantas se inclinan hacia el ska, la cumbia argentina y hacia un ritmo indefinible que, a falta de un nombre, tiene diez. Todas las canciones hablan de lo mismo: políticos y politiquerías, militares y botas, gobiernos y democracias, pueblos y caudillos; así, el objeto de odio está decidido. Los amigos se recuerdan a medida que las canciones hacen cimbrar los cristales (esta vez, más que la lluvia); ahí están, pasan como fantasmas por la cabeza: el pesimista estático, el activista altruista, el deprimido total, el analista diario, el lector de diarios, el de las experiencias cruentas, el que no se quiere enterar, el que intenta convencer, el que quiere dejarse convencer, el de la camiseta del ché, el que sueña con largarse, el crítico vacío, el inconforme de algo (no está seguro qué es), y demás... Todos llegan con fuerza al cuerpo, lo mueven, lo hacen gritar más fuerte. La idea de salir, convocar, abrazar, unir y unirse en una queja multitudinaria a la cual se asociarán todos los amigos de los amigos de los amigos de los amigos, se convierte en realidad en la imaginación. Las banderas se alzan, las voces tienen oídos prestos a escuchar, las canciones tienen sentido, el cambio es posible, el orden parte del caos del sueño.
Levantarse, abrir todas las ventanas y gritar... pero la lluvia está fuerte, la gente se esconde bajo los alerones, los amigos deben estar en sus trabajos, los gatos ronronean una tarde de sueño
Y... sentarse en el computador, bajar la música para escucharla con los audífonos, acostarse con los gatos, y dormir mientras el odio acaba y la lluvia amaina, dejar que la historia tome su curso. Las canciones fuertes acaban, siguen temas de ritmos melodiosos, casi como canciones de cuna; mientras, afuera, solo queda el rocío en las plantas del patio, las gotas caen lentas de los techos, la inundación se va por el caño, en el sueño el equipo de fútbol es campeón, las pilas de los audífonos se terminan y las tuyas también.