abril 10, 2008

Mago (de la serie tarot #2)


El conocimiento de lo infinito, no pesa sobre sus hombros, sino sobre su cabeza; y él lo sabe. La mano se dirige hacia arriba, sólo se levanta como un augurio deseado. El dedo contrario apunta hacia abajo, sabe de su caída, de su rodar por el suelo. Desde un principio, conocía lo que su falange le repite una y otra vez ahora, mientras se curva hacia el infierno: los errores del encadenamiento de la lógica, la magia puede encontrarse en ecuaciones sencillas y tiempos lineales. Se negaba a encontrar en un navaja de Oak la respuesta a unas letras que se desvanecían y cambiaban según el humor de un aire denso, lleno de humedad cada vez que la congoja se vislumbraba en un rostro cercano. Decidió pasar, no a la sabiduría de los elementos primarios, sino al poder, la obtención de todos los reinos. Aún así su dedo seguía apuntando hacia un punto en el cual la fuerza centrífuga lo lanzaría o la centrípeta lo atraparía, lo dominaba bien, lo estudió. Solo cuando encontró la llama doble, en el mismo cabo de vela, logró comprender a un dios que hasta ese momento se había negado a tirar el destello. Cerró los ojos y, como un buen adivino ciego, los entreabrió después dentro de una rendija, sólo dejaba captar una luz, intermitente, perturbadora. Se encontró con una silueta borrosa: se difuminaba en la contraluz de un flash que no dejaba de tomar fotografías. Su mano se extendió a lo largo del pasillo, mientras sus pies continuaban estáticos en el fango que inmovilizaba sus miembros... todos. Al primer roce de la sabiduría eterna, sus dedos se quemaron: las llamas dobles que él mismo había provocado, quemaron los vestidos, los libros y los ojos. Al fondo, una voz de payaso burlón repetía una corta frase, tres palabras, una verdad. Esta vez el fuego escapó de sus manos, encendió un rostro, un cabello, a ella... ella. No podía creerlo, su boca se abrió, dejó escapar un alarido furioso; un perro, adentro, desde donde salía la luz, ladró. Sus rodillas dejaron de temblar, de sangrar, de sostener, como pilastras inmensas, la catedral que con un símbolo caduco, pesaba sobre su cabeza. Ya en el suelo, él, humilde, arrancó sus cabellos, y junto a ellos su tabernáculo; se los entregó. Ella, con una sonrisa en la boca los tomó y los puso junto a su oído, en su sien; tomó sus vestiduras, y se alejó paso a paso, con la esperanzada certeza de que no cometería los mismos errores que él: las falsedades de la infinitud no eran posibles, ahora no. Lo corroboró cuando la luz se apagó y del circo sin forma apareció otra vez su verdugo, quien tomó su lugar. Estaba seguro de volver a tomar sus ropas y de estremecer con su risa nula a otro que no fuera el cero. Así, con su cerbero y su pluma engarzada, el loco salió.

1 Comments:

  • At 6:33 p. m., Blogger Mersault said…

    esperare mi turno.... el mio es el Loco, jaja, no me abandona mi arcano adorado... lo incluirás cierto?

     

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