diciembre 15, 2005


1.
Cuando era niño jugaba a que Dios me observaba, y yo trataba de huir de su gran ojo: me escondía en las esquinas, bajo los tejados de las casas y en cualquier sitio que la calle me regalara. Ahora sé que Dios no me miraba, ni siquiera sabía de mi existencia. Dios estaba ocupado en su casa, trataba de llenar el álbum de los Thundercats, el de láminas autoadhesivas. ¿Por qué lo sé? Porque hablé con él y lo conozco desde niño. Desde esa época me sorprendió lo parecido que era a mi padre.
Muchas religiones están esperando hace muchos años una visita de Dios. Creen que se encarnará en un ser de condiciones extremas: muy pobre, inmensamente rico, extremadamente sabio, con una misericordia abrumadora o una ira incontenible. Pero no es así. Es calmado, sabe poco de literatura y menos de música, es egoísta y le gusta coleccionar objetos viejos, carcomidos por la herrumbre, pero bellos a pesar de todo. Su regreso (porque, créanme, ya ha venido varias veces) es sólo como observador, en algo que él llama “programa de asueto”, un plan más parecido a un examen de cómo-van-las-cosas que a un terrible armagedón que acabará con todo.

2.
Mi amistad con Dios empezó al mismo tiempo que recibí mi primer golpe en una pelea. Un malentendido se había difundido por todo el colegio, y las palabras se deformaron hasta convertirse en un insulto que yo había dicho a alguien desconocido. Después de la clase de Educación física, mientras el alumnado en general cambiaba de salón, sentí cómo una mano se posaba rápidamente en mi espalda y me botaba al suelo. La incertidumbre de verme en el piso con mis piernas dobladas a lado y lado de mi cuerpo hizo que por un momento perdiera la razón. Cerré mis ojos y logré escuchar que alguien, muy cerca, preguntaba: ¿Es este? Otra voz al fondo respondía: Sí ese es. Después abrí mis ojos y vi cómo se acercaba un puño a mi cara. El mismo puño que rompería mi nariz unas cuantas veces más en el transcurso de mi vida y que llegaba con la fuerza de una roca girando desde un peñasco. No lo supe en ese momento, pero fue entonces cuando empecé a tener una de las virtudes veniales que tanto invocan en las iglesias “el temor a Dios”. La sangre salía de mi rostro y manchaba todo mi uniforme. Me quedé tirado en el piso mientras algunos compañeros que estaban cerca me observaban con lástima y desprecio al mismo tiempo. Nadie me ayudó a levantar. Con la poca fuerza que quedaba logré ponerme de pie y, mientras daba pasos cortos pero seguros, me senté en una banca cercana. Juré vengarme de ese golpe, no supe que mi venganza acarrearía una paliza peor, veintiséis años después, en el lote abandonado de una empresa en quiebra.

1 Comments:

  • At 1:27 p. m., Anonymous Anónimo said…

    Your god's watchin' you in every mirror you see arround... waitin' 4 you to sleep..... always waitin'

     

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